Seguimos aquí
Me
recuerdo chiquitillo y frágil, atolondrao,
que decía mi madre, con las rodillas desolladas, cargadas de pupas de tanto
como me caía. Pero en verdad no era mi culpa, mi mente bullía de velocidad, de
ese ímpetu infantil por alcanzar lo que al resto de mis amigos apenas les
suponía esfuerzo.
Luego,
la realidad se giraba inexorable y me devolvía al suelo del que me tenía que
levantar una vez más, porque mi pierna, esa esmirriada y flacucha pierna
derecha que la polio me había dejado en herencia, nunca respondió con el vigor
que yo deseaba, y el resultado era inevitable. Mi cabeza se empeñaba en coronar unos castillos que mi
cuerpo jamás pudo subir.
Una
vez escuché que una idea escrita es una idea herida, y en eso pienso mientras mis
dedos corretean por las teclas del ordenador, en escribir sobre las heridas que
en el fondo nunca curaron, en sentir las palabras que un día me sanaron.
Me costó asumir por qué necesitaba unas botas caras, feas y rudas, y con varios centímetros de corcho que el zapatero pegaba a la suela, por qué tenía que dormir cada noche con una incómoda férula de plástico atada al pie para, según decían, ganar una firmeza que se perdía al levantarme, y, sobre todo, por qué la niñez se me escurrió entre médicos monjas y enfermeras, ingresado en hospitales y sanatorios, separado de mi familia y de mis amigos, temblando el terror de unas noches oscuras y solitarias, llorando las operaciones que trocearon mi pierna y esas cicatrices que escocían y picaban hasta la sangre.
¿Por
qué yo? ¿Por qué tuvo que ser precisamente ese virus quién se fijara en mí,
marcando con ello, y casi desde que nací, todo el resto de mi vida? Es curioso,
pero aquel fue el único sorteo que he ganado a lo largo de mi vida.
No
es fácil asimilar ciertas cosas cuando tu infancia es distinta a la del resto
de personas con las que te relacionas. Supongo que aquel año pasado en el
sanatorio de la Malvarrosa, rodeado de otros muchos chavales con las mismas, o
peores, dificultades para caminar fue una cura a la ingenuidad; también un
chute de rebeldía. Ya no volví a ser el mismo.
Luego,
tras las operaciones, los kilómetros de rehabilitación y el afán y la
persistencia de mi madre, al final logré correr, saltar y jugar al fútbol; eso
sí de portero, que los milagros jamás engordaron las piernas de músculo y
nervios.
Pero aquí el azar no existe, al menos no ese azar que parece regir las leyes del Universo. La polio, ese infeccioso virus gástrico que entró en mi cuerpo, infectándome la médula espinal y paralizando para siempre mi pierna derecha, me tocó con su dedo feroz porque un señor bajito y regordete, de voz aflautada y bigotito fino, que gustaba de provocar guerras mediante golpes de estado, que además se excitaba con el terror de sus mandados, torturando y fusilando al que no pensaba como él creía que había que pensar, un día, con su mano fría y distante, dispuso mover la manivela de un enorme bombo que contenía los nombres de todos cuantos naceríamos entre los años 1955 y 1963. Uno de esos nombres era el mío, y salió; como pudo haber sido el de otro y como les tocó a otros muchos miles de niños, la mayoría bebés de pocos meses de vida.
Porque
lo que de verdad ocurrió no se le puede achacar a la mala suerte, solo a la pura
maldad. En 1955 el doctor Jonas Salk descubrió la vacuna de la polio, regalando
su fórmula al mundo, pero aquel dictador bajito, que no le temblaba el pulso a
la hora de firmar penas de muerte, tampoco le tembló para negar que en España
existiera una epidemia, de la que el resto del mundo por fin comenzaba a pasar
página, impidiendo con ello la distribución de ese fluido salvador, condenando
a más de cincuenta mil niños españoles a una vida de discapacidad; y en muchos
casos de precariedad y limosna. Más de dos mil de aquellos chiquillos murieron
en esos ocho años de infamia.
Yo,
me contagié de poliomielitis en el año 1961, con dieciocho meses de vida.
Cuando apenas había comenzado a andar.
Difícil
se me hace pensar que sucedería si el actual gobierno negase la pandemia del
coronavirus y ocultase la posible vacuna que salga durante los siguientes ocho largos
años, con la población contagiándose, muriendo o sufriendo secuelas
posteriores. Eso mismo que parece una locura impensable, fue lo que hizo el
dictador Franco con nosotros, los niños de la polio.
Lo
que siguió fue una vida sencilla y casi plena. Es fácil cuando uno logra
encontrar su camino; solo reconocerse y seguir, adaptarse como las rosas al
frío. Mi cojera era una parte de mí como lo eran mis brazos, mi nariz o mi
pelo. El tiempo hizo posible que la polio tan solo fuera un mal recuerdo,
lejano y difuso del que ni siquiera era necesario hablar..., hasta que cumplí
cuarenta y seis años.
De
repente, un día y sin previo aviso, la pierna derecha, esa famélica y enclenque
pierna derecha que hizo suya toda una infancia, dejó de responder. Por
sorpresa, a mi vida había entrado el Síndrome Postpolio.
Y
es que la polio siempre fue mala compañera; jamás olvida. Te agarra cuando apenas
sabes siquiera hablar y te roba la niñez, te obliga a sacrificar años de
esfuerzo y superación y después, poco a poco, como una deferencia envenenada,
te suelta y deja que te confíes, que imagines el merecimiento a una felicidad
que en el fondo es tan solo una pausa, una ilusión, un espejismo. Cuando
regresa, lo hace con su rostro más fiero para ya no soltarte, para acompañarte
hasta el final del viaje.
El
síndrome postpolio produce la segunda muerte de las neuronas motrices, las que
quedaron vivas tras aquel primer ataque de la polio, es lento, progresivo y no
tiene cura.
Con
aquellos cuarenta y seis años ya tuve que dejar de correr, el bastón se
convirtió en mi fiel compañero, poco después llegó una muleta, más tarde las dos
y ahora es una silla de ruedas eléctrica la que me ayuda a que esos cien o
doscientos metros que mis piernas soportan caminar sin apoyos, no se
transformen en agotamiento y un intenso dolor durante varios días.
Perdí
movilidad, perdí mi trabajo y, durante mucho tiempo, incluso ilusión por la
vida. Fueron años duros en los que el dolor de unos músculos adormecidos no
siempre fue lo peor, vendrían episodios de depresión y una falta absoluta de
confianza en mí mismo. Nada hay peor que mezclar dolor y ese sentir abstracto
de que ya no vales.
Pero
por suerte, encontré dos aliados: mi familia y escribir.
Y
ahora aquí estamos, escribiendo y asumiendo, como tantas otras veces, una
realidad que en el fondo nunca tuvo disfraz.
Esta
historia que he relatado en cuatro trazos no es diferente a la de otros muchos
que también tuvieron que batirse con esta enfermedad (se supone que actualmente
somos unos 30.000 los supervivientes de polio), sufriendo patologías
gravísimas, sacrificando infancias y adolescencias, sobreviviendo a tremendas intervenciones
quirúrgicas, separaciones familiares que a veces duraban años, pulmones de
acero y, en muchos casos, a la exclusión social y a la pobreza, a la ingratitud
de una sociedad que solo veía gente digna de lástima y caridad cuando lo que se
necesitaba eran derechos y justicia social.
Nunca,
ningún gobierno, ni dictatorial ni democrático, se dignó a mostrarnos unas
disculpas públicas por estas piernas de plastilina, por negarnos una vacuna, por
causarnos unas discapacidades que arrastraremos hasta el final de nuestros
días. Esa es una vergüenza que escuece.
Hoy,
los políticos, de vez en cuando nos reciben y aceptan escuchar nuestras
reivindicaciones, luego, nos dan unas compresivas palmaditas en la espalda
cargadas de buenas palabras y se olvidan en cuanto cierran la puerta. Se van haciendo
mejoras, es verdad, pero casi siempre insuficientes porque nuestro tiempo se
agota. Nosotros somos los últimos de un virus que en la práctica está
erradicado.
Niegan
que tengamos derecho a formar parte de la Ley de Memoria Histórica porque,
según dicen: «no concurrir los requisitos de persecución o violencia por razones políticas,
ideológicas, o de creencia religiosa». Es difícil de entender que una
negligencia de estas características, además a niños, y por supuesto a sus
familias que tanto sufrieron, no se considere violencia o persecución por parte
de una dictadura. El dolor no es solamente que te golpeen físicamente; nuestro
daño siempre fue permanente y, ahora, creciente.
Aun así,
parece que hay compromiso de valorarlo en la próxima Ley de Memoria
Democrática.
Hoy
es 24 de octubre, Día Mundial Contra la Polio y el Síndrome Postpolio.
Pocos
se enterarán porque nadie, ni televisiones ni prensa se harán eco del hecho,
quizás alguna pequeña reseña en la esquina de un pequeño diario digital o
televisión local, pero no habrá ninguna información amplia, seria y de ámbito
general como sí ocurre con otros colectivos.
Siempre
ha sido así, nada ha cambiado desde aquella propaganda del NODO con los niños
en los colegios, aguardando su terrón de azúcar bañado con tres gotitas del
suero sanador en 1963. Estamos
acostumbrados a ser invisibles, aunque siempre duele que te ignoren.
Nosotros,
los niños de la polio, somos los grandes olvidados desde hace ya 60 años, pero
a pesar de todo, y mientras nos queden fuerzas, seguimos aquí.
Nota:
Del 23 de octubre al 1 de noviembre permanecerá abierta una exposición
fotográfica sobre la polio en el Edificio del Reloj, a la entrada del puerto de
Valencia, organizado por APIP C.V. (Associació de Polio i Postpolio de la
Comunitat Valenciana), en horario de 11 h a 17 h.
«La otra epidemia que el franquismo ocultó».
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Un abrazo muy grande, con todo el cariño y admiración que siento por ti. Eres lo máximo, querido amigo.
ResponderEliminarOtro igual de enorme para tí, querida amiga Sara. Ya sabes que la admiración y el cariño es mutuo.
EliminarMi saludo también para la preciosa Irlanda y, por favor, cuidaros mucho.