Esa mañana, cuando Pablo se
levantó y miró por la ventana, pudo ver ilusionado que hasta el color de ese
día de domingo parecía más intenso y más claro.
Para un niño de nueve años en
aquella España de 1968, los días de vacaciones que suponían la Semana Santa, eran cualquier
cosa menos divertidos. Pablo aun no era capaz de entender muy bien el motivo,
pero durante aquellos días, todo y en todas partes se volvía lento, silencioso
y triste. Desde que terminaba el colegio el jueves a las doce de la mañana y sobre
todo por la tarde, después de comer, la gente hablaba despacio en todas partes,
nadie levantaba la voz.