Hace unos días me comunicaron que he ganado el III Concurso Nacional de Cuentos de Auxilia.
Esta misma mañana me han llegado los tres libros con que estaba dotado el premio.
Musas tardías
El día
comienza a languidecer y un moribundo rayo de sol se cuela cansado por la
ventana que cada tarde calienta mi espalda. Yo sigo con la mano en la barbilla,
mirando el inmaculado folio en blanco que muestra la pantalla de mi ordenador. Las
musas no quieren bajar a saludarme. Necesito un argumento que llevar al teclado,
alguna bonita historia que poder escribir y presentar a ese concurso literario
que a mi imaginación supone un reto.
Me gustan los retos, me motivan desde que tengo uso de
razón; he vivido consumando desafíos desde que aquella polio traicionera se
cebara en mi cuerpo infantil, convirtiendo mi pierna en una escuálida ramita de
sarmiento.
Pero este reto es diferente, supone salir de mi mundo
real, el de cada día un escalón más alto; ahora se trata de escribir, sacarme
alguna historia de la manga que guste y emocione, y no tengo claro si sabré
estar a la altura.
Un café humeante reposa sobre la mesa del escritorio
tras el tercer paseo a la cocina. A veces pienso que es el tedio que me asola en
estos ratos vacíos el culpable de la abultada redondez de mi cintura.
Por enésima vez miro el Wattshapp para distraer la monotonía. Nada interesante, solo dos fotos
graciosas que envía el de siempre y un mensaje que pide no abrir no sé qué video
porque lleva un virus destructivo que hará estallar el móvil en pedacitos
chiquititos. Me doy una vuelta por Internet y acabo en Facebook, repartiendo «me
gusta» a frases de autoayuda y retóricas citas existenciales que nadie entiende
pero que quedan solemnes sobre el pétreo rostro de la Madre Teresa de Calcuta,
de Rabindranath Tagore o de una
puesta de sol en alguna apacible isla del Índico.
Un hormigueo culpable me recorre el estómago. Me digo
que así no voy a adelantar nada y lo cierro todo mientras en voz alta me repito
la famosa frase de Picasso «Que las musas te pillen trabajando». Vuelta a
contemplar el folio, que sigue blanco y puro como lavado con Ariel. Por no
tener no tengo ni un título con el que bautizar el relato que mañana como muy
tarde tengo que mandar por email.
Doy un sorbo al café que ya está tibio y miro
distraído las paredes de la habitación. Caigo en la cuenta de que al techo le
hace falta una mano de pintura y rio recordando a Serrat. De repente me entran
ganas de escucharle. Busco en mi discoteca de MP3 y su reverberante voz me
envuelve de sensaciones. Con envidia lamento no tener su virtuosismo para
engarzar historias que conmuevan al corazón. De pronto, una de esas canciones
me hace arquear las cejas. Mi cabeza se llena de nostalgia evocando aquellos
momentos cuando por casa aun correteaban pañales.
Todos los piratas tienen un temible bergantín, con diez cañones por banda y medio plano de un botín…
Noto que me pongo melancólico y eso, al final, siempre trae consigo algún estímulo. No hay nada como la emotividad para cazar hadas al aire.
Hace un rato que encendí la luz del cuarto, la noche
ya cayó. Del café solo queda algún poso que ni para leer el futuro sirve
mientras las canciones de Serrat siguen sucediéndose:
Tenía un balcón con albahaca y un
ejército de botones y un tren con vagones de lata roto entre dos estaciones.
Es entonces, escuchando aquella niñez emotiva, cuando
siento como la melodía se va fundiendo con mis sentimientos, con mis propios
recuerdos, y las palabras surgen. Primero despacio, suave, envolviéndome,
pronto las frases se van agolpando de una manera atropellada, mágica, casi
diría que son las propias musas quienes graciosamente las van dejando caer:
La llave estaba colocada en la cerradura. Cuando lo abrió, un pequeño nudo se le puso en la garganta. Allí estaban los juguetes que aun recordaba y que hacía tantos años que no veía. Empezó a escarbar entre aquella maraña de objetos de su infancia. Vio sus Mádelman y algunos peluches, entre ellos el viejo Simba, el león que fue su compañero de almohada durante tantas noches en la soledad del sanatorio, el tren eléctrico, sus antiguos Juegos Reunidos, algunos cuentos troquelados y el álbum de cromos de Vida y Color que tanto le costó terminar. También encontró, bien plegadita dentro de una bolsa y colocada al fondo del baúl, su vieja camiseta de portero de fútbol…
Mis dedos corretean por el teclado, veloces, las ideas brotan de mi cabeza, la historia comienza a fluir...
¡Te felicito!!! Me da mucha alegría que te hayas ganado ese premio. No es para menos, tu historia quedó bordada.
ResponderEliminarUn gran abrazo!!!
Hola Sara. ¡Que alegría saludarte!
EliminarMuchas gracias, ha sido una sorpresa y una satisfacción este premio. La verdad es que es una historia muy sencilla, aunque evocadora. Me alegro que haya gustado.
Tenemos que cruzarnos algún correo que otro para saber como nos va.
Un abrazo muy grande con todo cariño.