Un relato, que espero nunca se dé
Las campanadas
Renqueando se acercó a la estantería para coger el bote de uvas envasadas, después encendió la televisión y se sentó. Entre las rayas de aquella imagen desgastada se podía distinguir a los presentadores vestidos de fiesta, él con frac y ella luciendo un traje de lentejuelas, explicando, entre chascarrillos, el desarrollo de las campanadas de fin de año. De fondo se distinguía la Puerta del Sol y se escuchaba, a pesar del bajo volumen, el jolgorio de las miles de personas atestando la plaza.
Con parsimonia y precisión cirujana dedicó un buen rato a partir las uvas por la mitad y retirarles las semillas. Sonrió pensando cuantas veces de niño se atragantó tratando de seguir aquellos repiques mágicos, atiborrando su boca de granos, tosiendo y salpicando zumo entre risas incontenibles y cómplices con sus hermanos.
Al terminar, buscó el brik de vino blanco, abierto desde días atrás. No tenía otra cosa. Llenó un vaso y dio un pequeño sorbo. Nunca le gustó el vino caliente y este lo estaba a pesar del frío de la habitación, pero era lo que había, hacía tiempo que la nevera no funcionaba. También le supo rancio, por eso dejó el vaso sobre la mesa con gesto de desgana.
—Que excitantes aquellas burbujeantes copas de cava ¿te acuerdas, cielo? —preguntó al aire, sintiendo un pinchazo de nostalgia en el estómago— Eran buenos tiempos.
Con gesto abstraído, observó cómo bajaba el carrillón, y enseguida, con el conteo alegre de los animadores, comenzaron a sonar las campanas. Despacio, sin intentar siquiera seguir el ritmo, fue llevándose mitades de uva a la boca. En la tercera paró...
—¿Bailamos? —sobre la pared mohosa comenzó a proyectarse un trozo de la película de su vida.
—Claro que sí. Nada me apetece más en este momento —respondió ella, mirándole con ojos enamorados.
—Soy muy feliz —afirmó él, sujetándola por la cintura, la cabeza de la mujer recostada en su pecho, moviéndose ambos cadenciosamente al compás de un bolero cantado por Luis Miguel.
—¡Feliz 2005! —le interrumpieron los gritos festivos de los locutores, que entrechocando sus copas mostraban sus alegres sonrisas de celofán.
—Feliz…, lo que sea —respondió él, huraño, levantando con aburrimiento su vaso y dando otro sorbo de vino que escupió al instante. Luego se comió el resto de las uvas envuelto en la parsimonia de los resignados.
Con la tristeza colgándole de los ojos, se levantó y extrajo el VHS del aparato de video, la televisión se quedó en negro; después, hizo una nueva cruz sobre el número 31, ya casi ilegible, del ajado calendario. Se estremeció mirando la foto del lago entre montañas, comparándola con el sucio y deprimente cuarto en el que vivía encerrado.
—Vete a la mierda año nuevo —susurró para sí mismo.
Decidió no aguantar más. Abatido, se acercó hasta la puerta reforzada en acero y repasó con los dedos las juntas y uniones, confirmando la estanqueidad; a continuación puso sobre ella el oído y escuchó los apagados gorjeos al otro lado.
—¿Nunca descansáis? —gritó, golpeándola con rabia—los ruidos tras la puerta se incrementaron, incitados.
Una vez más pensó en si valía la pena seguir. La realidad era que no sabía si era de día o de noche, tampoco estaba seguro de la fecha en que vivía, ni siquiera el año. Pero eso ya poco importaba, en ocasiones necesitaba evocar, sentirse humano en la costumbre.
Con ojos llorosos, miró hacia el techo y confirmó que el filtro de aire aparecía intacto y que el ventilador giraba; luego, se acostó.
Durísimo, esa pérdida no sumida, qué dolor en su burbuja. Qué desesperanza
ResponderEliminarUn abrazo, y feliz sábado
Terrible relato de una aceptada(?) condena
ResponderEliminarEs muy conmovedor y muy parecido a lo que estamos viviendo. Ojalá que estemos a tiempo de revertir tanto daño.
ResponderEliminarUn abrazo.