Este artículo es mi reflexión y mi aportación al día contra la polio.
Podéis leerlo en este enlace de esdiario.com/Comunidad Valenciana, o también a continuación, en el texto que sigue:
El 24 de octubre es el Día Mundial Contra la Polio, una fecha que no
puede ni debe dejar de mirar al pasado pero que obliga a poner el foco en la realidad del presente,
basta con mirarnos a un espejo, agarrar el bastón o sentarse en la
silla para recordarnos quiénes somos. Es esta una efeméride que cada año
con más fuerza es de memoria y reivindicación. Y es que el tiempo se
nos acaba.
Se hace difícil olvidar una infancia marcada por el dulzón olor del éter adormeciendo los sentidos, aquellas cicatrices que cosían nuestras piernas de chicle y que picaban hasta la desesperación; los años de rehabilitación para recobrar lo que estaba inerte, horas y horas de espasmos eléctricos y paños escaldados de agua que entumecían la piel y removían nervios; las inyecciones hervidas y los pasillos de unos hospitales recargados de llantos en un eco encallecido, con sus desconchadas camas de hierro y sus pijamas blancos; las tocas aladas de las monjas, los juegos de calle en los que siempre perdíamos y los cursos frustrados de una escuela que hasta se echaba de menos.
Aquella fue una infancia robada a la que tuvimos que sobreponernos; no nos quedó otro remedio.
Pero tampoco se puede olvidar que para la mayoría de nosotros jamás tuvo que ser así, porque los tiempos más crudos de esa epidemia que nos contagió no solo vino por el azar de la mala suerte, sobre todo llegó fruto de la negligencia de un régimen autoritario y sin alma, que durante ocho largos años negó y silenció una vacuna que ya existía y que nos pudo haber salvado. En “su“ España esas cosas no pasaban. Fueron ocho años de negación y abandono, ocho años que dejó a miles de niños con permanentes secuelas paralíticas y que mató a cerca de 2.000.
Luego, a todos aquellos supervivientes de la polio, el franquismo nos condenó a una vida repleta de dificultades y abandono. Nunca, en los años que siguieron, hubo planes públicos de integración social, laboral o económica; solo caridad. Para algunos comenzó una senda de indigencia y limosna, para la mayoría el estigma de la marca física, la del esfuerzo continuo, la de luchar el doble para conseguir la mitad.
Y es ahora, veinte o treinta años después, cuando habíamos logrado aceptarnos, tratando de superar la discapacidad haciendo virtud de lo sufrido, esa pertinaz obstinación que tuvimos que curtir para saltar tantos escalones como nos dejaba el camino, con la vida encauzada junto a nuestras propias familias, es cuando nos topamos de bruces con la cruda realidad.
Como si de un nuevo comienzo se tratara, llegaron las secuelas tardías de la polio y el síndrome postpolio. Las neuronas musculares que entonces sobrevivieron también comenzaron a morir, agotadas; y llegó la fatiga, la debilidad muscular progresiva y el dolor en una pérdida lenta pero inexorable que no tiene cura.
La angustia de sentir otra vez las piernas mortecinas, blandas como la goma, el vértigo de saber que nunca más volverá a andar, si es que alguna vez lo hizo. El que un día logró caminar sustentado en sus propias piernas, ahora probablemente necesitará la ayuda de un bastón, y quien lo hacía enfundado en hierros, apoyado en muletas, casi con seguridad estará sentado en una silla de ruedas. Es como el retorno al mal sueño del pasado.
Pero no es como entonces. Aquella esperanza, el impulso que daba tener toda la vida por delante ya no existe. Es la ansiedad, la depresión de sentirse viejo y sin fuerzas con cincuenta años, saber que aquella lucha, el sacrificio de toda una infancia, las ansias de superación de la adolescencia, tuvieron una fecha de caducidad demasiado temprana.
La polio siempre fue una mala compañera de viaje.
Y por eso es tiempo de verdad y reivindicación. Entonces, en aquel franquismo perverso, no hubo reconocimiento por tanto daño causado, ni apoyo de ningún tipo; tampoco jamás se nos pidió perdón. Pero es ahora, en esta democracia que se supone social y de todos, cuando tampoco se escucha nada parecido a una reflexión o una disculpa. Seguimos en el mismo olvido.
Han cambiado las maneras y los modos, eso sí, las autoridades nos reciben, nos dan palmaditas en la espalda, con todo el respeto y, supuestamente, toda la compresión y sensibilidad, sin duda nuestro aspecto, las muletas, bastones y sillas de ruedas contribuyen a esa sutileza de urna, pero en cuanto cierran la puerta se ponen a otra cosa. Palabras y promesas que se quedan en papel mojado. Nos siguen ignorando, hoy, además, propinándonos calculados capotazos electoralistas. No se quieren dar cuenta que nosotros, por todo lo que pasó, somos parte de la Memoria Histórica de este país.
Pero es necesario no conformarse, es lo quiere reflejar este escrito. No hay nada descabellado ni imposible en lo que se demanda: Es sensato reclamar atención clínica con un equipo multidisciplinar acorde a nuestras patologías. Pedir que la ley de accesibilidad de 2017 se cumpla con seriedad y rigor; son innumerables las aceras, comercios, transportes, incluso edificios públicos plagados de escaleras y obstáculos. Dignificar los aparcamientos reservados y mejores ayudas en prótesis, aparatos y vehículos de movilidad. Esto, imprescindible, requiere de un gasto casi siempre difícil de asumir.
Es oportuno acometer un registro nacional de supervivientes. Parece inconcebible que nunca se haya conocido la cantidad real de afectados por la polio, con un baile de números enorme, y cuántos somos hoy día. Y, por supuesto, es preciso que se realicen valoraciones efectivas de incapacidades y pensiones, también que se facilite la jubilación anticipada por discapacidad. Es injusto que la ley pretenda 15 años o más cotizados con un 45 % de discapacidad reconocida, sobre todo cuando durante décadas se valoró con una tarifa plana del 33%. Es depender de unos jueces que no siempre acaban dando la razón, y es hacer un fuerte gasto económico por una ley insuficiente y torticera que urge revisar. Sale muy caro ser un superviviente de la polio.
Pero quizás también este es un buen día para hacer algo de autocrítica. Somos valientes, adustos y cabezotas porque fue el escudo que tuvimos que crear para enfrentarnos al mundo. Tenemos ese gen luchador que hace a las personas grandes porque nunca regateamos en empeños, pero también hemos regenerado un punto de mala leche que demasiado a menudo utilizamos para perdernos en discusiones sin cuento, desuniéndonos y desviándonos de la auténtica causa.
Estamos tan acostumbrados a luchar contra molinos, siempre en soledad, que hemos descuidado aquello de «la unión hace la fuerza», y dejamos que nuestro aliento se vaya por el canalón del impulso baldío; somos como aquellos reinos de taifas, enfrascándonos en batallas de minorías, épicas y admirables, pero que se saben derrotadas, y que solo nos lleva a ahogarnos en nuestro propio charco; a caer una y otra vez en la desilusión y el desengaño.
Si detrás no exhibimos la fortaleza de una mayoría amplia con sus razones, que lo somos y las tenemos, nunca nos pondrán en valor. Mientras, ellos, quienes nos gobiernan, se frotan las manos encantados.
A menudo observo como otras entidades de similar propósito, todas muy legítimas pero la mayoría sin la realidad histórica que a nosotros nos envuelve, logran protagonismo y simpatías en cualquier medio, incluso subvenciones públicas, mientras los afectados por la poliomielitis somos ignorados. Arrancar unos segundos de informativo o un párrafo en la página quince de cualquier diario, que valoren nuestras historias cargadas de verdad, cuesta una enormidad. Esto lo sé muy bien.
Hay diversas agrupaciones haciendo una buena labor, muchas veces callada, trabajando cada una en su autonomía, haciendo progresos. Yo mismo soy socio fundador de la Asociación de Polio y Postpolio de la Comunidad Valenciana (APIP C.V.) y soy consciente de los esfuerzos que se hacen, de las dificultades, y en ocasiones desplantes y decepciones que se sufren. Por eso es tan importante tener un respaldo humano que dé el impulso suficiente; no para pedir, si no para exigir con el ímpetu que da la suma de muchos. Es urgente un entendimiento entre supervivientes de polio y las asociaciones que los representen, lograr esa capacidad que da el trabajo conjunto por un interés común: alcanzar lo que durante tantos años nos vienen negando.
Fuimos víctimas de la negligencia del franquismo, hoy lo somos del desinterés y el olvido de la democracia. No nos queda mucho tiempo. No permitamos que siga siendo así.
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Se hace difícil olvidar una infancia marcada por el dulzón olor del éter adormeciendo los sentidos, aquellas cicatrices que cosían nuestras piernas de chicle y que picaban hasta la desesperación; los años de rehabilitación para recobrar lo que estaba inerte, horas y horas de espasmos eléctricos y paños escaldados de agua que entumecían la piel y removían nervios; las inyecciones hervidas y los pasillos de unos hospitales recargados de llantos en un eco encallecido, con sus desconchadas camas de hierro y sus pijamas blancos; las tocas aladas de las monjas, los juegos de calle en los que siempre perdíamos y los cursos frustrados de una escuela que hasta se echaba de menos.
No, es imposible no traer a la memoria aquellas ausencias que se sentían como abandonos, meses que sumaban años de internamiento, sin domicilio, en un hogar prestado como en un limbo de la ternura, alejados de todo y de todos, de los amigos, de los hermanos y de unos padres que lloraban su tristeza con el alma en vilo y los sueños derrotados, marcados por una mezcla de entereza, resignación y paciencia, que volcaban cariño y recursos, esos dineros que no tenían, rezando cada noche por un milagro que jamás llegó; unos padres para los que nunca habrá agradecimiento suficiente.
Aquella fue una infancia robada a la que tuvimos que sobreponernos; no nos quedó otro remedio.
Pero tampoco se puede olvidar que para la mayoría de nosotros jamás tuvo que ser así, porque los tiempos más crudos de esa epidemia que nos contagió no solo vino por el azar de la mala suerte, sobre todo llegó fruto de la negligencia de un régimen autoritario y sin alma, que durante ocho largos años negó y silenció una vacuna que ya existía y que nos pudo haber salvado. En “su“ España esas cosas no pasaban. Fueron ocho años de negación y abandono, ocho años que dejó a miles de niños con permanentes secuelas paralíticas y que mató a cerca de 2.000.
Luego, a todos aquellos supervivientes de la polio, el franquismo nos condenó a una vida repleta de dificultades y abandono. Nunca, en los años que siguieron, hubo planes públicos de integración social, laboral o económica; solo caridad. Para algunos comenzó una senda de indigencia y limosna, para la mayoría el estigma de la marca física, la del esfuerzo continuo, la de luchar el doble para conseguir la mitad.
Y es ahora, veinte o treinta años después, cuando habíamos logrado aceptarnos, tratando de superar la discapacidad haciendo virtud de lo sufrido, esa pertinaz obstinación que tuvimos que curtir para saltar tantos escalones como nos dejaba el camino, con la vida encauzada junto a nuestras propias familias, es cuando nos topamos de bruces con la cruda realidad.
Como si de un nuevo comienzo se tratara, llegaron las secuelas tardías de la polio y el síndrome postpolio. Las neuronas musculares que entonces sobrevivieron también comenzaron a morir, agotadas; y llegó la fatiga, la debilidad muscular progresiva y el dolor en una pérdida lenta pero inexorable que no tiene cura.
La angustia de sentir otra vez las piernas mortecinas, blandas como la goma, el vértigo de saber que nunca más volverá a andar, si es que alguna vez lo hizo. El que un día logró caminar sustentado en sus propias piernas, ahora probablemente necesitará la ayuda de un bastón, y quien lo hacía enfundado en hierros, apoyado en muletas, casi con seguridad estará sentado en una silla de ruedas. Es como el retorno al mal sueño del pasado.
Pero no es como entonces. Aquella esperanza, el impulso que daba tener toda la vida por delante ya no existe. Es la ansiedad, la depresión de sentirse viejo y sin fuerzas con cincuenta años, saber que aquella lucha, el sacrificio de toda una infancia, las ansias de superación de la adolescencia, tuvieron una fecha de caducidad demasiado temprana.
La polio siempre fue una mala compañera de viaje.
Y por eso es tiempo de verdad y reivindicación. Entonces, en aquel franquismo perverso, no hubo reconocimiento por tanto daño causado, ni apoyo de ningún tipo; tampoco jamás se nos pidió perdón. Pero es ahora, en esta democracia que se supone social y de todos, cuando tampoco se escucha nada parecido a una reflexión o una disculpa. Seguimos en el mismo olvido.
Han cambiado las maneras y los modos, eso sí, las autoridades nos reciben, nos dan palmaditas en la espalda, con todo el respeto y, supuestamente, toda la compresión y sensibilidad, sin duda nuestro aspecto, las muletas, bastones y sillas de ruedas contribuyen a esa sutileza de urna, pero en cuanto cierran la puerta se ponen a otra cosa. Palabras y promesas que se quedan en papel mojado. Nos siguen ignorando, hoy, además, propinándonos calculados capotazos electoralistas. No se quieren dar cuenta que nosotros, por todo lo que pasó, somos parte de la Memoria Histórica de este país.
Pero es necesario no conformarse, es lo quiere reflejar este escrito. No hay nada descabellado ni imposible en lo que se demanda: Es sensato reclamar atención clínica con un equipo multidisciplinar acorde a nuestras patologías. Pedir que la ley de accesibilidad de 2017 se cumpla con seriedad y rigor; son innumerables las aceras, comercios, transportes, incluso edificios públicos plagados de escaleras y obstáculos. Dignificar los aparcamientos reservados y mejores ayudas en prótesis, aparatos y vehículos de movilidad. Esto, imprescindible, requiere de un gasto casi siempre difícil de asumir.
Es oportuno acometer un registro nacional de supervivientes. Parece inconcebible que nunca se haya conocido la cantidad real de afectados por la polio, con un baile de números enorme, y cuántos somos hoy día. Y, por supuesto, es preciso que se realicen valoraciones efectivas de incapacidades y pensiones, también que se facilite la jubilación anticipada por discapacidad. Es injusto que la ley pretenda 15 años o más cotizados con un 45 % de discapacidad reconocida, sobre todo cuando durante décadas se valoró con una tarifa plana del 33%. Es depender de unos jueces que no siempre acaban dando la razón, y es hacer un fuerte gasto económico por una ley insuficiente y torticera que urge revisar. Sale muy caro ser un superviviente de la polio.
Pero quizás también este es un buen día para hacer algo de autocrítica. Somos valientes, adustos y cabezotas porque fue el escudo que tuvimos que crear para enfrentarnos al mundo. Tenemos ese gen luchador que hace a las personas grandes porque nunca regateamos en empeños, pero también hemos regenerado un punto de mala leche que demasiado a menudo utilizamos para perdernos en discusiones sin cuento, desuniéndonos y desviándonos de la auténtica causa.
Estamos tan acostumbrados a luchar contra molinos, siempre en soledad, que hemos descuidado aquello de «la unión hace la fuerza», y dejamos que nuestro aliento se vaya por el canalón del impulso baldío; somos como aquellos reinos de taifas, enfrascándonos en batallas de minorías, épicas y admirables, pero que se saben derrotadas, y que solo nos lleva a ahogarnos en nuestro propio charco; a caer una y otra vez en la desilusión y el desengaño.
Si detrás no exhibimos la fortaleza de una mayoría amplia con sus razones, que lo somos y las tenemos, nunca nos pondrán en valor. Mientras, ellos, quienes nos gobiernan, se frotan las manos encantados.
A menudo observo como otras entidades de similar propósito, todas muy legítimas pero la mayoría sin la realidad histórica que a nosotros nos envuelve, logran protagonismo y simpatías en cualquier medio, incluso subvenciones públicas, mientras los afectados por la poliomielitis somos ignorados. Arrancar unos segundos de informativo o un párrafo en la página quince de cualquier diario, que valoren nuestras historias cargadas de verdad, cuesta una enormidad. Esto lo sé muy bien.
Hay diversas agrupaciones haciendo una buena labor, muchas veces callada, trabajando cada una en su autonomía, haciendo progresos. Yo mismo soy socio fundador de la Asociación de Polio y Postpolio de la Comunidad Valenciana (APIP C.V.) y soy consciente de los esfuerzos que se hacen, de las dificultades, y en ocasiones desplantes y decepciones que se sufren. Por eso es tan importante tener un respaldo humano que dé el impulso suficiente; no para pedir, si no para exigir con el ímpetu que da la suma de muchos. Es urgente un entendimiento entre supervivientes de polio y las asociaciones que los representen, lograr esa capacidad que da el trabajo conjunto por un interés común: alcanzar lo que durante tantos años nos vienen negando.
Fuimos víctimas de la negligencia del franquismo, hoy lo somos del desinterés y el olvido de la democracia. No nos queda mucho tiempo. No permitamos que siga siendo así.
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Pusiste todos los puntos sobre las íes. No dejes de hacerlo. Hace mucho bien insistir sin cansancio, hasta que les dé vergüenza a los que deben apoyar a este sector y todos los sectores en los que haya injusticia e invisibilidad. Esto no debe seguir desatendido y menos en un país del primer mundo.
ResponderEliminarMe siento muy orgullosa de tenerte como amigo.
Un abrazo gigante.
Hola Sara.
EliminarYa sabes que todo lo que dependa de mí por hacer visible este colectivo tan ignorado como somos los supervivientes de la polio me tendrá presente. Creo que es necesario no olvidar. Sobre todo por las circunstancias que todo aquello rodeó en España y el desinterés que existe hoy.
Gracias por tu apoyo siempre, y ni que decir tengo que el orgullo de compartir tu amistad tambien es mío.
Muchos besos.