Hay personas a
las que la vida, enmarcada en esta sociedad tantas veces injusta e insolidaria,
parece empeñada en que todo se les haga un poco más cuesta arriba. A Miguel
Ángel Galán exactamente a 16 escalones.
Es Miguel Ángel
un hombre de aspecto afable y mirada serena, agazapada tras las grandes gafas
que cubren buena parte de su rostro. Se expresa con calma y sosiego, pero con
la firme determinación de quien se sabe cargado de razones. Su empeño es denunciar
los obstáculos que hoy ha de salvar tras años de tesón y voluntad. Sabido es
que una imagen, en este ocasión un video, vale más que mil palabras, y el que
acompaña este artículo puedo asegurar que logra traspasar el alma.
A cachitos me explica su historia y yo deseo escribirla. Su vida no ha sido de transcurrir fácil y sí de mucha brega y pelea, la del esfuerzo y el sacrificio continuo que nunca parecen tener recompensa, aunque sí pareciese que castigo. La condena de Miguel Ángel son esos 16 escalones que como muros debe sortear cada vez que hoy necesita salir a la calle. Tampoco es diferente a tantas otras vidas que la maldita epidemia de polio de los años 50 y 60 dejó este país sembrado de niños paralíticos, es igual de áspera y dolorosa, muchos lo sabemos porque en todos causó secuelas. Ese pasado, su infancia, es la que le deja en pago este presente.
Por eso la
cuento, narrada con sus propias palabras, para que entendamos:
«Nací un mes de abril de 1959 en uno de los barrios de la
periferia de Madrid. Sano y rodeado de cariño; alegre, entre bloques de pisos
diseminados por caminos de ovejas y descampados de tierra. Decían que corría deprisa y alocado, como
deseando ganarle en velocidad al tiempo, como si mis pies necesitaran desgastar
el suelo antes de que todo se derrumbara.
Todo cambio después de aquellas fiebres intensas. Mi madre quiso
ponerme en pie y caí al suelo como un saco. Ni siquiera lograba mantenerme
sentado. Empezó entonces mi gran peregrinaje por médicos, curanderos y
hospitales, entre paños de agua hirviendo y descargas eléctricas en unas
piernas que apenas reaccionaban. Recuerdo con gran amargura los largos periodos
ingresado en el hospital, separado de mis padres y de mis hermanos. Llegué a
pensar que ya no me querían.
Más tarde vino la operación en mi pierna derecha que en
realidad sirvió para poco. En el hospital de San Rafael de Madrid. Escayolado
hasta la cadera sin poder moverme durante meses nunca estuve más desesperado. Me
preguntaba porque me había pasado esto a mí. No podía entenderlo. A mis padres
les decían que tenían que resignarse, que era una prueba de Dios. Jamás he
podido olvidar a mi madre, a mi familia cuando iban a visitarme, sus ojos
llenos de lágrimas y la pena que me daba verles así. “No pasa nada todo está
bien”, les decía, tratando de consolarles.
No he tenido yo complejos por mi situación ni me he refugiado en la protección de los
demás. Desde pequeño he sido muy reacio a depender de otros, intentaba realizar
todas las tareas esforzándome al máximo. Pero de un modo u otro siempre me
recordaban que era un inválido. Esas expresiones “pobrecito, tan guapo y que
desgracia le ha caído”, dolían. Yo, para nada me sentía ni pobrecito ni inválido,
no entraban en mi cabeza, pero la gente me lo recordaba constantemente. En el
colegio no querían pasarme de curso porque decían que no podía subir las
escaleras. Sin embargo, en mi barrio, jugaba al fútbol arrastrándome por el
suelo, de portero, a mis amigos no les importaba y yo tan contento porque me
consideraba uno más.
Un día me colocaron una armadura de hierros que pesaba
enormemente, con correas bien apretadas que parecía como si fueran a reventarme.
Tenía otros para dormir. Recuerdo cuanto lloraba porque no los quería, odiaba esos
cacharros, me faltaba el aire y el dolor era insoportable. Pero terminé
acostumbrándome. Poco a poco comencé a manejarme con las muletas y los aparatos
y descubrí que podía moverme por el barrio. ¡Ir a los lugares yo solo!
Desde ese momento muchas fueron las caídas y gordos los
moratones, pero yo siempre seguí adelante.
Aun así los problemas para entrar en los colegios
continuaron. Entonces la accesibilidad no suponía un problema para ninguna
autoridad, ya fuese municipal o de gobierno. Ni siquiera se valoraba la
posibilidad de hacer una rampa para acceder a sitio alguno. Lo propio era cargar
a las personas que decían “impedidas” a la espalda; al caballito. Las escaleras
y todo tipo de barreras arquitectónicas estaban por todas partes. Mis padres por
fin me encontraron una escuela. Todos allí éramos polio. Era una entidad
benéfica llamada Asociación Española de la Lucha contra la Poliomielitis. En
ella logré una estabilidad que me hizo mejorar y pasar los cursos. Hice Formación
Profesional y saque una diplomatura en la universidad, en la rama de
informática. Aquellos años los recuerdo agotadores. Salía de casa por la mañana
muy temprano y regresaba por la tarde. Todo el día de un lado a otro entre
clases y laboratorios, con las piernas hinchadas por los hierros de tal manera
que al llegar a casa parecía que estaban pegados a mi propia piel. Luego, cuando
llegó mi salida laboral, los escollos continuaron. De nuevo las barreras
físicas y sociales me impidieron el acceso a casi todos los trabajos a los que
aspiré. Di clases particulares a niños y viví el desempleo más duro durante
años, hasta que logré encadenar contratos y un trabajo como tele operador del
servicio técnico de Telefónica, que me dio una vida laboral durante más de 18
años».
Y esta es su
historia, pequeña, como todas las historias grandes, basada en su lucha continua
por integrarse en la sociedad con normalidad, por el deseo de aportar su valía
y no ser marcado de diferente a causa de su discapacidad. Como siempre trataron
de hacer todos los supervivientes de polio, como igualmente trata de lograr cualquier
persona con diversidad funcional. Ahora, su energía está en conseguir poder salir
de su casa con dignidad. Por eso ha grabado este video con la ayuda de AMIFIVI,
la Asociación de Minusválidos Físicos de Villaverde, para mostrar que hoy, en
esta sociedad democrática y opulenta, hay quienes como él están prisioneros en
su propias casas. Os invito a verlo. Es duro contemplarle calzado con sus mitones
negros para proteger sus manos, gateando uno a uno los escalones, arrastrando
sus piernas inertes, deslizándolas por el suelo como serpentinas para poder
hacer algo tan habitual y cotidiano como es salir a la calle.
Yo, recomiendo
encarecidamente visionarlo y entender su postura, empatizar con él, con tantas
personas que cada día sufren los obstáculos y dificultades de una sociedad que demasiadas
veces ignora a la misma velocidad que olvida.
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Gracias por sacar su historia a la luz, es increible la insensibilidad que hay al respecto y la cantidad de barreras que hay.
ResponderEliminar¡Ánimo no estáis solos!
Abrazote utópico, Irma.-
Conmovedora su historia y enorme su grandeza. Siempre me he preguntado cuando veo esos pueblos y ciudades con tantas calles en subida y escaleras intrincadas, cómo puede hacer alguien que debe manejarse con silla de ruedas, o con poca movilidad, para trasladarse de un lugar a otro. Evidentemente en otras épocas no se contemplaban lo que hoy reconocemos como barreras físicas urbanas y que, al menos por aquí, han sido motivo para legislar una amplia gama de normativas edilicias y urbanas tendientes a disminuir esos escollos. Pero evidentemente aún hay mucho para hacer y conciencias qué despertar. Gracias por que se conozcan historias como las de Miguel Ángel, a quien, por cierto, con una de esas sillas eléctricas salva escaleras se le podría transformar totalmente su vida. Un fuerte abrazo
ResponderEliminarNo pares nunca, José, en tu importante y gran labor.
ResponderEliminarOjalá que muy pronto, apoyen a Miguel Ángel, para facilitarle el trayecto en esa escalera, y a todos los demás casos que se encuentren como él.
Abrazo con mi cariño.
Dinero, eso es todo lo que hace falta, porque quiero pensar que sensibilidad humana la habrá, de lo contrario si que entonces el problema es grave, tener un ayuntamiento, o una administración insensible, eso si que es un problema difícil de solucionar.
ResponderEliminarOjalá que se haga justicia y solucionen el problema de ese señor.
Salud y abrazo