Alejandro Serrano con Quico Catalán y Vicente Herrero |
Os invito a leer mi nueva colaboración con el diario digital: esdiario.com/comunidadvalenciana.
En esta ocasión se trata de una semblanza a modo de entrevista con Alejandro Piquero Serrano que ha demostrado a lo largo de su vida una gran capacidad para superar todos los contratiempos que la vida le puso en el camino desde el momento de nacer.
Este es el enlace del diario:
También podéis leerla a continuación, aquí en el blog. Espero que os guste.
Observo a Alejandro mientras sentado
frente a mí va desgranando su vida a cachitos. Me llama la atención la
posición de sus manos, siempre cruzadas por las muñecas, quietas, sin la
capacidad de gesticular, dedos finos y delicados que se enredan entre
sí como serpentinas, en una postura casi inverosímil. Sus piernas son
cortas y una de ellas, la izquierda, lleva pegada a la bota un alza de
once centímetros. Tiene hombros de chicle y brazos flacos, cuerpo
achicado, menudo y de aspecto frágil que contrasta con la seguridad, la
convicción y la pasión como emplea las palabras, rubricadas con
frecuencia en una socarrona y estentórea carcajada.
—Yo nací con las manos al revés y los pies zambos —me explica—
Artrogriposis Múltiple Congénita, se llama. Una enfermedad rara en la
que múltiples contracturas en las articulaciones afectan a los miembros
inferiores y superiores, hasta que dejan de crecer y entonces todo
comienza a menguar. Apenas tengo musculatura con la que sujetar los
huesos.
Me cuenta que pasó hasta los quince años entrando y
saliendo de la antigua Fe de Valencia. 16 operaciones en total, algunas
múltiples, y como cada una de ellas suponían cinco o seis meses de
inmovilidad.
—Me
recuerdo siempre escayolado de caderas para abajo, a veces hasta las
axilas para que no pudiera moverme. Tan solo era un tronco inerme.
Parecía “Robocop” —ríe su propio chiste.
—¿Sabes? —continua, ahora endureciendo el gesto— éramos como conejillos de indias porque entonces no había muchos casos con los que experimentar —le
digo que le comprendo muy bien, que muchos de quienes sufrimos
enfermedades paralizantes en aquellas décadas nos sentimos un poco así,
como tubos de ensayo con los que se creía hacer avanzar la ciencia— Yo
nací en el 73, entonces solo éramos cuatro casos en toda Valencia.
Recuerdo que en mi misma habitación había una niña algo más pequeña que
yo, la operaron de los brazos y perdió toda la movilidad que ya no
recuperó. Yo nunca he querido que me operaran de las manos y mis padres
tampoco lo permitieron.
Me defiendo bien con ellas a pesar de todo. Así era entonces, —confirma, endureciendo el gesto— cuando
un niño nacía con un problema físico, su vida parecía estar ya
predestinada. Una especie de dictamen médico y social indicaba cual iba a
ser nuestro futuro. A mis padres le dijeron que yo sería un niño, luego
un adulto, sentenciado a ser un vegetal, que nunca andaría y que mi
vida no tendría ningún valor. Yo nunca quise conformarme y tuve una
niñez de rehabilitación intensa y continua; de células de plástico, de
aparatos de metal y zapatos de hierro. Era mi madre quien me llevaba
cuando no estaba operado. Lloviese o tronase, con calor, frío o viento,
todos y cada uno de los días acudíamos al hospital. Hubo un
fisioterapeuta: Manuel Esplugues, nadie imagina cuanto
lo odiaba por tanto como me hacía sufrir. ¡Un poco más, Alejandro,
estira un poco más! Hoy le estoy agradecido porque gracias a él, y al
sacrificio de mi madre, hoy puedo caminar.
"Me acuerdo mentir sobre que no me gustaban
las pipas cuando en realidad era que no podía
llevármelas a la boca"
Observo cómo la emoción se va colando entre el
torbellino de frases mientras sus labios van desgranando una historia en
la que no cabían los amigos —Mi
infancia era mi familia, siempre bajo las faldas de mi madre, sobre
todo desde el día en que mi padre nos abandonó. Apenas salía de casa, yo
no podía jugar y una carga enorme de complejos me oprimía. No soportaba
que me vieran así. Me acuerdo mentir sobre que no me gustaban las pipas
cuando en realidad era que no podía llevármelas a la boca. Incluso
tenían que darme de comer porque yo no podía hacerlo solo.
"Fue el tiempo de la escuela compartida; medio
curso en el hospital y el otro medio en el colegio, que yo fui
solventando con empeño y algunas buenas notas. Del carrito azul y blanco
que parecía un paraguas con ruedas donde mi hermano me sacaba a pasear;
de aquella silla, después, que mi primo empujaba en los tórridos y
asfixiantes mediodías del verano, desde la calle Uruguay donde vivíamos
hasta los tinglados del puerto. Y fue, desde luego, el regalo de aquel
órgano eléctrico, un Casio PT1, que puede que lo cambiara todo. Como un
juego, comencé a imitar las canciones de moda, a componer sencillas
melodías y supe que tenía unas capacidades para la creación que no podía
desaprovechar. Empecé a caminar cumplidos los diez años y a los quince
me dieron el alta porque dijeron que ya no podía avanzar más con la
rehabilitación del hospital. Liberado, me fui al Conservatorio a
aprender música", sigue relatando.
"Hay que inculcar valores de superación,
valores de alcanzar metas para
que uno
pueda ser independiente el día de mañana.
Los padres no viven eternamente "
Le digo que su vida daría para escribir una novela,
otros sueños de escayola, pero que el reducido espacio de un artículo no
me permite extenderme mucho más. Él lo entiende y lanza una de sus
risas estridentes. Satisfecho. En el tintero se van quedando aquellos
años en los que las clases particulares de música e informática que
impartía le hicieron ganar sus primeros dineros; el trabajo durante
varios años en la ONCE, vendiendo unos cupones en los que las horas de
inmovilidad le terminó por destrozar la espalda y que le relegó
finalmente hasta la incapacidad laboral permanente. Hoy, tiene su propia
casa, vive solo, con su pensión, independiente como siempre soñó, con
tan solo una pequeña ayuda diaria para el aseo y la comida.
—Mi familia lo ha sido todo, pero también ha
sido duro porque la sobreprotección no ayuda, cobija, pero no ayuda.
Ahora como adulto así lo veo y así lo entiendo. Hay que inculcar valores
de superación, valores de alcanzar metas para que uno pueda ser
independiente el día de mañana. Los padres no viven eternamente.
Así le ocurrió a él, afirma. —
Llegó un momento en que mi cabeza se llenó de ideas de que podía hacer
cosas. Yo no iba a ser nunca ese vegetal que alguien pronosticó.
"Alejandro se mueve por el mundo en su silla
eléctrica, sufriendo los
cotidianos y habituales
problemas de accesos, rampas y medios de
transportes de una ciudad muchas veces
intolerante"
Alejandro se mueve por el mundo en su silla
eléctrica, sufriendo los cotidianos y habituales problemas de accesos,
rampas y medios de transportes de una ciudad muchas veces intolerante,
pero sin olvidarse de caminar cortos paseos apoyado en una muleta,
aunque inevitables son las caídas (hace muy pocos meses se fracturó la
muñeca), pero que son imprescindibles para no atrofiar su precaria
movilidad. Es deportista adaptado, diseñador de páginas web, locutor de
radio, autor de más de 70 canciones, redactor en una revista de deportes
y está a la espera de editar y publicar su primer libro de relatos.
Es entonces, observándole de nuevo en su realidad,
cuando me doy cuenta de lo inútiles y malévolas que son a veces las
palabras; con su definición equívoca. Pienso en lo poco que le describen
definiciones como Minusválido o Discapacitado, a pesar de que su cuerpo
enclenque, sus músculos laxos o sus huesos de cristal así lo puedan
reflejar. Él, lo ha tenido todo en contra y aun así ha sabido adaptarse
al mundo. Ahora, Alejandro tiene 44 años, es músico, escritor,
programador informático, manejando teclados aun con sus manos imposibles
y torcidas, y está en la élite del deporte adaptado jugando al hockey
en el club Levante U.D. Creo que alguien como él más bien debe de ser
catalogado como una persona válida y de enorme capacidad.
Tan solo hay
que ver con los ojos del esfuerzo; con la mirada de la vida.
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