Una vida rodeada de silencios.
"Hay personas a las que la vida parece querer poner a prueba casi de modo constante, como injustos y amargos giros del destino que parecen convertir su día a día en una interminable escalera hacia el cielo".
Francisca Díaz es una de ellas.
Os invito a leer este texto, intenso y diferente, sobre una de las discapacidades más invisibles, el de las personas sordas.
"Hay personas a las que la vida parece querer poner a prueba casi de modo constante, como injustos y amargos giros del destino que parecen convertir su día a día en una interminable escalera hacia el cielo".
Francisca Díaz es una de ellas.
Os invito a leer este texto, intenso y diferente, sobre una de las discapacidades más invisibles, el de las personas sordas.
Podéis leerlo, como siempre a través de este enlace al diario digital.
O a continuación, en las líneas que siguen:
Vivir entre silencios
“Yo nunca he estado sola en casa. No conozco lo que es
esa sensación. A veces pienso cuanto me gustaría tener cinco minutos para mí,
sola y en silencio. Es contradictorio ¿verdad?”
Cuando Paqui nació sus padres se sintieron felices de coger entre sus
brazos a un bebé sano y fuerte. Tuvo que ser una caja de herramientas
caída al suelo con estruendo quien semanas después les hiciera saber que
su hija era sorda.
"Fue duro descubrirlo. Al principio notamos que no respondía a
determinados estímulos, pero nunca pudimos imaginarlo. No había
antecedentes de personas sordas en ninguna de las dos familias"
Quien me lo cuenta es Francisca Díaz, una mujer de
aspecto elegante y ademanes cálidos, que me abrió las puertas de su casa
por mediación de una amiga para contarme algunos retazos de su vida.
Una vida difícil confinada en un duro entorno familiar, con su madre
ciega desde hace muchos años y su hija mayor, su yerno y dos de sus
nietos sordos desde el nacimiento.
Me estremece un poco indagar en su vida y en su pasado, sobre todo
cuando me confiesa con voz de susurro cómo su padre murió al poco de
nacer su segunda hija; y luego, su marido, falleció en un accidente de
tren cuando estaba embarazada de la tercera, sin que nunca llegara a
conocerla. Todo ocurrido en apenas cuatros años de casados.
"Yo tenía 29 años y tres hijas, una de ellas sorda, mi abuela con 91.
Mi hermano, ocho años menor que yo, lo sufrió mucho. Mi madre me ayudó
cuanto pudo; por entonces veía, aunque ya perdía visión"
Pero Paqui era su principal preocupación. Un día, confinada en el dique de los silencios, la niña dejó de comer.
"No sé bien por qué no comía quizás por la tristeza de la casa. Cogía
del mueble el retrato de su padre y lo agitaba, moviéndolo de lado a
lado con ansia, como pidiéndole que caminara. Su padre era locura para
ella. Era a principios de los setenta. Tenía cuatro añitos, no sabía
pedir las cosas y nosotros tampoco la entendíamos. Llenábamos la nevera
tratando de que ella pidiera, pero no acertábamos y mi hija se nos moría
de hambre. Fueron días de llantos y muchas lágrimas. Luego, poco a
poco, fuimos entrando en su mundo, comprendiéndola; y logramos hacerla
comer".
Le hablo de algún recuerdo, de esos que duelen el alma,
en el pueblo donde me crié, un chico raro deambulaba por las calles
como ido, sucio y desgreñado, sin poder hablar, haciendo extraños ruidos
guturales que nadie entendía. Todos se reían de él o le huían, y le
digo que entonces el sordo era considerado como el tonto del pueblo, tan
solo porque nadie era capaz de llegar hasta él y hacerse entender.
Francisca me confirma una experiencia similar y como le angustiaba
concebir esa imagen.
"Comenzamos a pasar horas recortando periódicos y revistas, asociando
palabras con dibujos o fotografías. Entró en el Colegio de la Purísima,
un centro para niños sordos regido por monjas que hoy es el IVAF. Allí
la mayoría vivían internos. También, robando horas al sueño, yo terminé Magisterio, animada por mi cuñada, y comencé a dar clases en un colegio de Jesuitas".
Relata que tenía que dejarla una hora antes para poder ir a trabajar y
como la niña esperaba sola a los demás chiquillos para comenzar las
clases. Por la tarde la recogía. Luego, en casa, volvía a explicarle
todas las materias de nuevo.
"Nos daban las once de la noche peleando, llorando Era, recalcar
machaconamente, todos los días una y otra vez. Quería que lo
comprendiera bien y pudiera seguir el ritmo. Un día me dijo “Mamá,
gracias por obligarme a estudiar”. Siendo todavía tan joven se daba
cuenta del esfuerzo que estábamos haciendo las dos»"
"En aquel tiempo muchos eran analfabetos, no sabían
leer ni escribir. Conseguí un local en la parroquia del Santiago
Apóstol, busqué profesores, gratis, claro está, también el local lo era.
Pero los sordos no respondieron. Eran mayores y les costaba acudir
después de trabajar. Tuvimos que dejarlo.
Era muy complicado entonces, porque también había un exceso de
protección en muchas familias. Recuerdo, en el colegio donde yo
trabajaba, a un matrimonio con un hijo sordo. Quisimos escolarizarlo y
se fueron de la casa. Decían que no querían separarse de él porque lo
querían mucho. No pudimos convencerles. Como si la educación no fuera el
mejor modo de protegerles".
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Me ofrece un café que acepto, y paramos unos minutos. Mientras se
marcha a prepararlo miro la habitación a mi alrededor, es clásica y
acogedora; preside la pared un óleo de su padre, y entre los estantes de
la librería numerosas fotografías familiares.
Hay quietud en el ambiente, apenas se oye nada, y pienso en el
silencio, en su poder de estremecer y dar bienestar al mismo tiempo; en
lo agradable de envolverse en él, pero solo porque la mayoría tenemos la
capacidad de decidir cuándo deseamos que eso ocurra. Me consta, porque
así me lo ha dicho, que su madre está con la persona que la cuida y su
actual marido, con muy delicada salud, se encuentra en cama.
"Nunca en casa hemos tenido una conversación, y
casi diría que una vida normal —continúa, el café humeando sobre la
mesa—. Algo cotidiano como una charla en la comida se hacía complicado; o
la televisión, no la encendíamos ¿Cómo ver un programa, una película
con una persona ciega y otra sorda? No había subtítulos. Hicimos un
lenguaje entre nosotras y nos apañábamos. Mis hijas aprendieron la
lengua de signos, pero yo no".
"Nunca me hizo falta. He estudiado con mi hija, he hecho después el
bachiller con mis nietos y me desenvuelvo con mi madre que es ciega.
Siempre me he apañado para hablar con ellos y con los demás sordos,
hacerme entender y que me entendieran. Hablando, vocalizando, con
gestos, con dibujos, como he podido o como hiciera falta, incluso con la
luz apagada, porque lo importante era llegar hasta ellos y yo siempre
lo hice".
Le pregunto por un tema candente y terrible como es el bullying,
ese mal destructor de infancias diferentes que nunca fue una vileza
exclusiva de nuestro tiempo. Me confirma que afortunadamente no sufrió
acoso; quizás solo quede la huella de esos pequeños detalles que no
siempre se ven y que van marcando la vida.
"No tenía amigas en el barrio. Solo a veces alguna chica interna del
centro venía a dormir a casa. Pero creo que nunca se ha sentido sola.
Sus hermanas eran sus mejores amigas. Podría decirse que aun fui
afortunada. Tenía otras dos hijas más pequeñas, pero no me necesitaban
tanto. Son muy comprensivas. A Cristina y Maite, les tocó hacer un poco
de hermanas mayores. Siempre procuré hacerlas responsables, enseñarles
cuanto estaba a mi alcance".
Su relato comienza a abrirse, envolviéndose de presente, sin perder
por ello intimidad y emoción Por momentos se vuelve arduo, de encoger el
corazón, otras azaroso, realista como los tiempos que nos toca vivir.
Me explica que veintitrés años después de enviudar se casó con su actual
marido y que poco a poco lo fueron haciendo sus tres hijas. Paqui se casó con su novio, que es sordo, y tuvieron dos hijos que también nacieron sordos.
"No hay un problema genético —me confirma convencida —en nuestra
familia no hay antecedentes de personas sordas y en la de mi yerno
tampoco. Y todos los amigos de mi hija, sus padres son sordos y han
tenido hijos oyentes. Es solo que la vida a veces es tan dura como
difícil de comprender.
Se levanta y me enseña una foto. Hay cuatro jóvenes sonrientes y de
aspecto agradable. Dos chicas y dos chicos. Nadie podría decir que dos
de ellos, los mayores, tienen una discapacidad grave. No lo aparentan,
porque la sordera no se ve a simple vista.
Con orgullo de abuela me detalla que se ha dedicado a sus nietos en
cuerpo y alma. A los cuatro. Aunque quienes necesitaron siempre más su
ayuda fueron los dos mayores por la discapacidad de su sordera.
"El bachillerato a mi nieto le costó mucho esfuerzo porque no tenía
apoyo. Éramos el profesor y yo para hacerle entender la filosofía. Solo a
ratos venía una traductora. Luego hizo diseño y amueblamiento en el instituto de Catarroja,
allí si tenía intérprete, no a todas horas pero si a menudo. Para el
proyecto de fin de estudios comencé ayudándole, pero al final tuvo que
acudir Cristina porque empleaban palabras técnicas que yo no sabía
traducir".
Comprender frases, tiempos verbales que nosotros entendemos sin
esfuerzo a ellos les cuesta; se les hace difícil la compresión lectora
aunque sepan leer.
"Recuerdo cuando Paqui y su novio se sacaron el carnet de conducir, aquellas preguntas tan enrevesadas. Cien veces los tumbaron.
De esto hará unos treinta y cinco años. El responsable de Tráfico no
quería atenderme y me senté en la puerta de su despacho varios días.
Hasta que me dejó pasar. No quería favoritismos, ni que los aprobaran si
no sabían, pero sí que pudieran explicarles el sentido de algunas
preguntas".
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Su nieta, me cuenta, es profesora de lengua de signos. Enseñaba a
profesores, sacerdotes o gente que simplemente quería aprender, pero la
crisis lo arrasó todo, también sabe desempeñar cualquier labor
administrativa. Ha estudiado, pero no puede coger un teléfono.
"Su ilusión era cursar audiovisuales. Logro plaza en una academia,
pero en los exámenes de vídeo tenía que mirar para atender las
instrucciones, no le concedieron esos segundos y la suspendieron. Tuvo
que dejarlo con la matrícula y el curso pagados. Luego abrió un bar
junto a dos chicas sordas. Era admirable el empeño que pusieron, tan
ilusionadas como estaban. Mi nieta se esforzaba con los proveedores, por
Whatsapp, por redes sociales, pero le hacían poco caso. Cuando ya era
imposible tenía que llamarles yo por teléfono. También los bares de
alrededor las boicotearon, espantaban a los clientes ¡No vayáis ahí que
son sordas!, decían. Al final tuvieron que cerrar".
Me enseña fotos del bar, un local de aspecto acogedor y moderno,
y pienso cuánto empeño hay que tener, cuanto valor se necesita para
aventurarse en romper moldes, abrir caminos en la búsqueda de proyectos
que algunos se empeñan en pisotear; y también, inevitablemente, pienso
en el egoísmo y la insensibilidad de la gente y en lo mucho que me
indigna que las administraciones no apoyen iniciativas que buscan una
integración positiva ni actúen impidiendo abusos tan claros como estos.
"Es muy emprendedora, pero no ha tenido demasiada suerte. Lo ha pasado mal
—me dice, con algo de amargura en la voz—. Ella quería haber
participado con nosotros en la charla, le hacía ilusión conocerte, pero
se ha ido a Italia con sus dos amigas, buscando trabajo, un sitio donde
establecerse, ese lugar que aquí parece no encontrar".
"Recuerdo una chica que conocí en un congreso con la asociación de
padres, era sorda pero hablaba perfectamente. La vi llorando y me dijo: "En el mundo de los sordos no encajo,
pero en el de los oyentes tampoco". Algo así le pasa a mi nieta, para
los sordos es demasiado, para los oyentes muy poco. A según qué edad es
duro sentirse diferente".
Sus mundos de silencios son proclives a los sigilos y los artificios
de quienes se creen sagaces en la mezquindad. Me duele cuando me revela
la facilidad con que les roban; aquel día que asaltaron a su hija
amenazándola por la espalda sin que ella escuchara nunca el peligro o
como a su nieto le roban la bolsa en el polideportivo con asiduidad
mientras se cambia, conscientes de su discapacidad auditiva. "Luego dicen que son desconfiados".
También de la cantidad de llaves y objetos que pierden porque se les
caen y no escuchan el ruido que hacen al caer al suelo.
No pueden ir al cine, al teatro, a conciertos, y solo en contados eventos disponen de traductores. Les falta información. "El problema es que piensas que ellos lo han entendido y no lo han entendido. Por eso se vuelven solitarios, recelosos y desconfiados".
Afortunadamente la tecnología comienza a estar a su favor. Whatsapp, Internet y sobre todo los implantes y audífonos. Su nieto lleva un implante coclear.
Se avanza, la técnica ayuda, pero sigue estando la barrera entre
personas. Vivimos en un mundo muy competitivo y ellos siempre están
varios escalones por debajo en oportunidades.
Porque todo es un problema de comunicación y sobre todo de educación.
Se encuentran solos, con sensación de no pertenencia. En el autobús
alguien quiere bajar, les pregunta, y al no obtener respuesta se
enfadan, y a veces les insultan. Ser sordo es una discapacidad
invisible. No se valora la dificultad que tiene vivir envueltos en el
silencio.
El problema no está en las grandes cosas, que
también, es el día a día. Es poder ver la televisión, escuchar música;
es triste perderse esas sensaciones, la belleza y la paz, la alegría que
trasmite la música, sentir que hasta los ruidos son compañía. Nosotros,
los oyentes, a veces nos aterramos cuando en casa no percibimos ningún
sonido, nos causa turbación y, en ocasiones, hasta miedo. El ruido
también hace compañía. Eso, ellos nunca lo perciben.
Voy acabando el escrito. La conversación fue larga e intensa.
Dejo en el cajón argumentos importantes y de los que dejan huella: la
convivencia con su madre, ciega desde hace años, o la delicada salud de
su marido, sus experiencias en el AMPA, que ayudó a fundar, y en la
Federación de Sordos.
Historias como cuando a Paqui le detectaron un tumor en
la médula que le ha dejado con medio cuerpo insensible y una larga
lista de alergias, incluidas a la mayoría de calmantes para el dolor, la
operación en Alemania, y como a pesar de todo organiza paellas gigantes
y torneos de Paddel en los que juega, "aunque casi siempre pierde", y
como hoy, aquella niña que casi muere de hambre porque no la entendían,
es una mujer incansable y vitalista a sus cincuenta años.
Me gusta su obsesión por la educación y la cultura como el mejor
medio para lograr la integración de su familia y de otras personas. Esa
idea la enriquece todavía más.
"Cada logro de ellos ha costado un esfuerzo muy grande. Apenas he
podido ir a sitios por el placer de viajar o ver cosas, siempre fue por
necesidad; he asistido a pocos eventos, nunca he podido, y claro que me
hubiera gustado. A veces pienso que la vida me ha estafado, eso ocurre
en los malos momentos, cuando el cansancio me abruma. Otras, sin
embargo, cambiaría pocas cosas. Al fin y al cabo he tenido una vida rica
en valores y experiencias; y sobre todo grata en amor".
Hay personas a las que la vida parece querer poner a prueba casi de modo constante, como injustos y amargos giros del destino
que parecen convertir su día a día en una interminable escalera hacia
el cielo. Escuchándola me doy cuenta de que estamos todos tan aturdidos
por nuestros pequeños problemas cotidianos que casi no valoramos a tanta
gente con problemas de verdad. Ese ruido constante que muchas veces no
nos permite entender la soledad y el aislamiento de quien pasa a nuestro
lado, muchos de ellos envueltos en el permanente silencio.
Siempre me gustó esta definición que una vez leí: “El sonido es
imposible describirlo exactamente. Es como pedir a una persona ciega que
te diga cómo es el color azul”.
El whatsapp está muy a favor de esas personas. Ya no resulta imposible charlar.
ResponderEliminarUn abrazo muy grande, querido Vicente. Ya estas de Fallas. Nunca olvido lo que me impresionó conocer esa fiesta, por ti.
Saludos por casa.