Como dije ayer, hoy hay que volver a a levantarse.
El pasado día 3 de Diciembre fue el Día Internacional de las Personas con Discapacidad, tenía preparada esta entrada, tal cual la voy a colgar, pero con el trajín del concurso no he podido hacerlo hasta hoy. En realidad da igual, como he leido recientemente, cualquier día es válido para reivindicarlos y/o reivindicarnos, y más ahora que se ciernen amenazas como la retirada o suspensión de la Ley de Dependencia por parte del futuro presidente Mariano Rajoy o la supresión de ayudas sociales, congelación de pensiones, etc.
Mi contribución en este sentido va a ser con un par de carteles que he elaborado para reivindicar este día, y lo completo con la reedición de uno de los primeros relatos que escribí, y el primero con el que participé en el concurso de Paradela de la pasada edición: "El Paseo de Manuela", uno de los relatos de los que me siento más orgulloso
Tened en cuenta que esta historia, aunque ficticia es mucho más real de lo que se pueda suponer y ocurre muy a menudo. Muchos ya la conoceréis, pero está bien recordarla.
El Paseo de Manuela
Manuela salió de casa escopetada. Iba con el tiempo justo y ya llegaba tarde. Un inoportuno incidente con la ducha la había retrasado más de la cuenta.
Hoy era un día importante para ella. Había conseguido una suculenta beca de investigación en el CSIC, en el Instituto de Biomedicina de Valencia, para un interesante proyecto de investigación celular. Beca ganada gracias a sus extraordinarias notas, conseguidas a base de muchos codos, de perderse muchas fiestas y de pasar muchos domingos encerrada en casa devorando libros. Su padre siempre le había insistido en que era lo mejor para ella, no iba a tener muchas oportunidades, así es que las pocas que tuviera vendrían por el camino de los estudios y de conseguir una buena carrera. Ella siempre había tomado buena nota.
Hoy era el día. Hoy empezaba su primer día de trabajo. Así es que, entre probetas, centrifugadoras y pipetas, esperaba conseguir su sueño y sentirse realizada en su nueva labor de investigadora, algo con lo que siempre había soñado.
Manuela vivía sola en una casa, de la parte antigua de Valencia, que había heredado de sus padres. Ambos habían fallecido en un corto intervalo de tiempo hacía ya dos años, desde entonces vivía sola. Había tenido muchos problemas, incluso algún disgusto con alguna de sus tías, que no la consideraban capaz de ello, pero ella siempre se había mantenido en sus trece e insistía en vivir sola. Se consideraba perfectamente preparada.
Cuando salio por la puerta, se llevó un disgusto, alguien había aparcado en la rampa de bajada que tenía instalada en la puerta de su casa, y la silla de ruedas en la que se desplazaba no podía bajar para acceder al coche que estaba en la plaza de aparcamiento para discapacitados que tenía asignada, y que por un error burocrático le habían colocado justo en la acera de enfrente, apenas a cinco metros; Recordó con cierta rabia las veces que había comunicado el error y solicitado el cambio al ayuntamiento, pero de momento no se había solucionado.
Pensó en llamar a la policía local, como la vez anterior que ocurrió, pero rápidamente desechó la idea pensando en los tres cuartos de hora que tardaron en aquella ocasión para que la grúa se lo llevara y pudiera pasar. Así es que, visto lo tarde que se le había hecho, decidió ir hasta el final de la acera, bajar por la rampa del semáforo y luego dar la vuelta. Era un fastidio, pero no había otra opción.
Bajó por la acera, no sin dificultad. Ésta era larga y muy estrecha, y los coches que habían aparcados hacía que tuviera que ir despacio, ya que la silla pasaba justa, incluso de vez en cuando se rozaba la mano con la pared, y a los pocos metros ya le dolían los nudillos de los golpecitos y las rozaduras que cada poco se iba haciendo.
Cuando llegó al semáforo comprobó, horrorizada, que en la rampa del paso de cebra había otro coche aparcado y tampoco le permitía pasar con la silla. Lo intentó, ya que había una pequeña distancia entre los coches, pero no lo consiguió. Una señora que cruzaba el semáforo vio por las dificultades que estaba pasando Manuela y se ofreció a ayudarla. Intentó mover el coche, empujándolo, pero no pudo moverlo ni un centímetro.
Poco a poco empezó a llegar cada vez más gente, algunos se paraban, otros con más prisa, seguían su camino. Entre varios intentaron mover el coche, pero había poca distancia para maniobrarlo, así es que tuvieron que desistir.
Manuela empezaba a preocuparse. Le aconsejaron que fuera al otro semáforo, que había en la otra esquina, a unos doscientos metros, o que buscara algún hueco entre los coches, por si alguno era lo suficientemente ancho para que pasaran ella y la silla, aunque esta opción no era muy aconsejable sin ayuda, dada la altura del bordillo. De todas formas, así lo hizo, pero no vio ningún hueco por donde pasar. Cuando tenía recorridos algo más de la mitad de la calle, observó, con espanto, que un contenedor de basura ocupaba la mayor parte de la acera, por lo que ésta se estrechaba y aunque lo intentó, fue imposible y Manuela y su silla no pudieron pasar.
Ya habían pasado diez minutos desde que Manuela había salido de su casa. Aún no había podido bajar de la acera y la pobre Manuela empezaba a tener unas inmensas ganas de llorar. Inevitablemente, ya iba a llegar tarde en su primer día.
Ahora si que ya no podía pararse a pensar en soluciones. Solo pensaba en rodar lo más rápido posible y buscar otro semáforo con su paso de cebra y su rampa, pasar al otro lado y coger el coche.
Empujando las ruedas de su silla con las manos, corría, mejor dicho, volaba por la acera a toda velocidad. La gente que pasaba, y que inevitablemente se tenía que apartar dada la estrechez de la acera, la miraba con una mezcla entre sorprendida, irritada y lastimera. Más de un insulto llegó a escuchar al pisar ligeramente a más de uno con la rueda de la silla, pero ella no se paraba por nada ni por nadie. Su único objetivo era cruzar la calle, y cuanto antes; Cuando dobló la esquina volvió a pasar por su calle. La estrechez de la acera volvió a dañarle las manos, pero ahora, y a pesar de que ya tenía varias rozaduras, no aminoraba la velocidad. Iba tan rápido como sus acostumbradas manos le permitían haciendo rodar las grandes ruedas.
Sí que le dio por pensar, sin poder evitar un desconsuelo, en lo que pensarían sus tías si la vieran así, incapaz de cruzar siquiera la calle. Pero ella no iba a darles esa satisfacción. Aunque supiera que nunca se iban a enterar del suceso, era una cuestión de orgullo y de amor propio.
Cuando llegó, sudorosa, definitivamente el mundo se le vino encima: Unas obras cortaban gran parte de la calle. Buscó el acceso marcado para el paso de los peatones, pero estaba taponado por un coche, dejando apenas hueco para que pasara una persona.
- ¡Malditos coches! – pensó.
Por más que lo intentó, no podía pasar. Volvieron a intentar ayudarla algunas personas que por allí pasaban, pero, de nuevo, fue imposible. Buscó algún policía a quién denunciar todo lo que le estaba pasando, pero no había ninguno, brillaban por su ausencia.
- ¡Nunca están cuando se les necesita! – gritó irritada.
Manuela, ahora si, no pudo evitar el ponerse a llorar, pero eran unas lágrimas de rabia e impotencia. Se sentía humillada. Esta situación de impotencia le recordaba de alguna manera lo que habitualmente sucedía cuando era pequeña y se iba a jugar con las otras niñas de su calle. Normalmente no querían jugar con ella porque como no podía correr ni saltar, siempre perderían, así es que nadie la quería en su equipo. Manuela siempre hizo ver que no le importaba, aunque muchas veces si que le afectaba, pero nunca hizo un mal gesto. Así es que entraba en su casa y desde allí las veía reír y correr, pero solo un rato. Enseguida cogía alguno de sus libros, y disfrutaba con las aventuras de Hucklelberry Finn o de Los Cinco. Ella también disfrutaba a su manera.
Ya habían pasado veinticinco minutos desde que salió de casa. Regresaba hacia ella, despacio y resignada, pensando en llamar a la grúa para que retiraran el coche, pero, poco a poco, la rabia empezó a envalentonarla. Una loca idea empezó a rondarle por la cabeza. Desde luego, ella no se iba a quedar allí, en su casa, esperando como cuando era niña. Ella iba a cruzar la calle, como fuera, con silla o sin silla…
Cuando llegó a la altura de su casa, vio que el coche aun seguía allí aparcado.
Con dificultad y apoyándose en el maldito automóvil, Manuela se bajó de la silla y se tiró al suelo. No le molestó lo mas mínimo ensuciarse, ese era un problema menor.
Empezó a deslizarse entre los dos coches, miró a la izquierda y vio que no venía ninguno circulando. Empezó a atravesar la calle, arrastrándose, despacio, con mucha dificultad. Las piernas le pesaban, pero no iba a pararse. Cuando iba por la mitad, un coche llegó de repente y tuvo que dar un fuerte frenazo. El conductor se bajó y, blanco como estaba, se preocupó primero, seguidamente la increpó y, finalmente, se prestó a cogerla en brazos y pasarla. Manuela se negó. Era una cuestión de dignidad y ella estaba dispuesta a alcanzar su coche por sus propios medios. Además estaba apenas a dos metros de él.
El conductor, no pudo por menos que asombrado y con los ojos como platos, ver como aquella mujer iba arrastrándose por la carretera, mientras él, atónito, solo podía observar. Manuela, a pesar de todo, no pudo evitar, sonreír pensando en si el pobre hombre se atrevería a contarlo en su trabajo o en su casa a su familia. Se ponía en su lugar y comprendía que la situación era bastante kafkiana.
Finalmente llegó, por fin, con las manos y la ropa sucia, cansada y sudorosa, pero llegó al coche. Abrió la puerta, y no sin dificultad, se levantó a pulso y se metió dentro. El conductor aun la miraba asombrado y sin saber que decir, Manuela bajó la ventanilla y le dijo que podría ayudarla acercándole la silla, plegándola y colocándola en la parte de atrás del coche. Así lo hizo el asombrado conductor, mientras Manuela le explicaba someramente la odisea por la que había pasado, más que nada para tranquilizarlo.
Después, cogió el móvil e hizo una llamada a la policía. También se prometió que en cuanto pudiera, iría al ayuntamiento a poner una denuncia por ese maldito contenedor mal colocado.
Manuela, finalmente, llegó a su nuevo puesto de trabajo. Cuarenta y cinco minutos tarde, algo sucia y despeinada, pero llegó. Aguantó con resignación el chaparrón que le dejó caer su nueva jefa apelando a su irresponsabilidad. Ella no quiso dar más explicaciones, no las entenderían. Y así es que, tras prometerle que nunca mas volvería a ocurrir y sentada en su silla de ruedas, se colocó la bata blanca y se dispuso a empezar su nuevo trabajo, entre probetas y centrifugadoras.
Ufff me ha creado angustia la lectura de tu historia, ficticia pero casi real ...la verdad es que mucha gente no se da cuenta de que " diferentes somos todos" aunque pienso que ha mejorado algo de hace algunos años, espero que el PP no lo destruya, pues seria hora de hacer lo justo...echarse a la calle.
ResponderEliminarUn abrazo
Realmente nos sobra cara dura y nos faltan kilos de empatía a muchos que tenemos coche y no miramos donde aparcamos (me meto porque nadie está 100% libre de culpa).
ResponderEliminarun abrazo :)
Qué plástico: arrastrándose por el suelo, pero con esa energía...
ResponderEliminarEstá claro que todos somos minusválidos de algo. Y los más minusválidos son quienes no lo saben.
Recuerdo perfectamente la entrada. Lo triste es que sigue siendo actual.
ResponderEliminarY cada vez lo será más.
Más que paseo, esto es una odisea; nos has metido a todos en ella. Objetivo logrado. Creo que iré con más atención de ahora en adelante, como dice Mariluz, todos somos culpables.
ResponderEliminarBesos válidos.
Recuerdo esta entrada, y la verdad es que he vuelto ha sentir la misma claustrofobia con Manuela. Esto no es ficticio es una realidad muy dura.
ResponderEliminarHaces un bonito homenaje a las personas discapacitadas, porque sabes, en cualquier momento de nuestras vidas podemos serlo, que no se olvide.
Un abrazo fuerte.
Uff, ya recuerdo esta entrada y me gustó mucho. Ahora yo ando discapacitada por una chufa con la bici. No puedo usar el brazo derecho, ya veremos lo que me dice el "metje" a demá. Por lo pronto no puedo conducir. Bs.
ResponderEliminarBien recuerdo esa historia que me conmovió mucho...
ResponderEliminarCon todo respeto y sin el afán de ofender a nadie, me gustaría decir a los otros comentaristas que:
No es "MINUSVÁLIDOS" pues, nadie vale menos que nadie. Ni "discapacitados"
Lo correcto es decir: "Personas con discapacidad". Es muy importante saber como denominar, desde allí empieza la inclusión, ¿no creen?
Abrazos
Yo también recuerdo la entrada y la angustia que me dió al leerla. Es real como la vida misma.
ResponderEliminar¡¡Diferentes somos todos!!
y tanto que si, de insolidarios también tenemos un rato.
Un abrazo Jose
Cómo olvidar la historia de Manuela, tan tristemente real.
ResponderEliminarY los carteles muy buenos.
Me uno desde aquí a ese homenaje, hoy y todos los días.
Un abrazo
El blog de Boris Estebitan te desea una feliz mes navideño, felices fiestas. Feliz Diciembre.
ResponderEliminarUn precioso y emotivo relato.
ResponderEliminarTristemente estas dificultades no parece que vayan a desaparecer, por ahora tendremos que agradecer que no empeoren
Un abrazo
Un emotivo relato amigo de dificultades.... que tenemos ..
ResponderEliminaryo diría que casi todos... a unos se les nota más....
otros disimulamos..
besos ... con el deseo de que las ayudas sean justas de verdad
Qué tensión hasta llegar al final.
ResponderEliminarAdmirable el corage de estas personas.
Un abrazo